lunes, 12 de diciembre de 2011

¿Mentir o no mentir?


Yo nunca he sabido mentir. No estoy segura de si eso es un defecto o una virtud. Para mi desgracia mi cara es el espejo de mi alma y nada mas verme uno sabe si estoy bien, mal o regular. Muchas veces sin articular vocablo mis amigos han adivinado mi convulsión interna. No sé si es porque me conocen demasiado o porque hay tanta confianza que ni me molesto en desmentir la evidencia.

En cualquier caso mi abuela solía "la verdad cuando te la pregunten y no siempre." Nunca la llegue a conocer pero esta frase revela una gran sabiduría. ¡Más sabe el diablo por viejo que por diablo! Esta frase que llevo escuchando desde que me paseaba en pañales por el jardín ha vuelto a mi cabeza en numerosas ocasiones. ¿Debe uno siempre decir la verdad? Y lo más importante ¿a quién puede uno decírsela? Alguien me dijo una vez que "uno es dueño de sus silencios y esclavo de sus palabras." Una gran verdad sin duda. ¿Cuántas veces después de decir algo impropio, inoportuno o inadecuado no nos hemos arrepentido? Y es que a veces estamos más guapos callados.

A menudo se confunde la sinceridad con la grosería. Recuerdo que una vez organice una reunión en mi casa y que al traer una de las bandejas de canapés, que me había tirado toda la tarde preparando, una de mis invitadas me espetó "¡Por fin algo que me gusta!" Por ese motivo siempre he sido de la opinión de que si no se tiene nada bueno que decir es mejor no decir nada.

Aunque hay otras circunstancias en las que la educación te obliga a mentir. “¿Te gusta la comida?” “Muy rica” respondes mientras te preguntas porque el plato no se acaba nunca. Y cuando por fin te lo has acabado y suspiras aliviado, tu anfitriona te pregunta “¿Quieres un poco más?” Y te precipitas a contestar que estás lleno pero que muchas gracias mientras piensas que como tomes una cucharada más de esa bazofia vomitarás. O en el caso tan manido pero tan cierto de la mujer que pregunta a su marido "¿Crees que estoy gorda?" La respuesta es “no” a menos que te guste dormir en el sofá.

Pero dejando a un lado las bromas si existen situaciones en las que uno debe decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. Uno debe siempre ser sincero con sus amigos. Esto no significa que si un amigo tuyo lleva una camisa espantosa le digas que va hecho un mamarracho. Tampoco es necesario ofender a nadie sin venir a cuento. Cierto es que los amigos tienen que darse apoyo y ánimos en los momentos de dificultad. Sin embargo, esto no quiere decir que uno deba dorarle la píldora a sus amigos constantemente, decirles lo guapos y lo listos que son. Hay momentos en los que uno tiene que plantarse y decir "te estás equivocando" a riesgo de que se te pongan de morros. Porque si un amigo no te dice la verdad ¿quién te la va a decir?

Tus amigos deben buscar tu bien y no fomentar la complacencia. Deben ayudarte a ser mejor y no a permanecer en el error. A veces uno necesita una buena dosis de realidad. Que alguien que ve las cosas desde fuera y de forma objetiva nos despierte de nuestro letargo personal. Claro que luego cada uno hace lo que quiere. Hay gente a la que las verdades le entran por un oído y le salen por el otro y que luego te dicen "tenías razón." A ti, por lo menos, te queda el consuelo de saber que hiciste lo que tenías que hacer.

Paloma de Grandes V.

La Valentía



Seguro que a muchos de vosotros, al leer el título de la entrada, se os ha venido a la mente la imagen del algún caballero. De algún Don Quijote que se enfrenta a dragones y va por ahí rescatando damiselas en apuros. O incluso la imagen de algún héroe de guerra que sacrifica su vida por sus compatriotas al más puro estilo Braveheart.  Si es así, ya os advierto que el tema a tratar es otro bien distinto y puede que más banal. A pesar de ello creo que es necesario definir con propiedad dicho concepto.

Seamos académicos. Una de las acepciones dadas a este término por la Real Academia Española es “hecho o hazaña heroica ejecutada con valor.” Otra es acción material o inmaterial esforzada y vigorosa que parece exceder a las fuerzas naturales.”  Con todo mi respeto a los académicos de la lengua y sin ningún ánimo de afearles la conducta ni de corregirles tengo que decir que no comparto sus postulados. Vayamos por partes. Respecto de la primera, la valentía no tiene por qué estar referida a grandes hazañas, puede manifestarse en hechos cotidianos. Respecto de la segunda, si bien es cierto que un acto de valentía requiere esfuerzo no siempre tiene que tratarse de cosas aparentemente imposibles o inalcanzables.

Para mí la valentía es otra cosa. No es ponerse delante de un toro, no es ir a la guerra, ni tampoco tirarse de una avioneta. Que conste que soy firme defensora de la tauromaquia y admiro profundamente a nuestras fuerzas armadas y porque no decirlo, a aquellos que se tiran en paracaídas. Yo no podría hacer ninguna de esas tres cosas. Sin embargo la valentía de la que os hablo es de una valentía moral. Aquella que debería tener toda persona y por cuyos preceptos debería guiarse todo hombre en su vida diaria.

Para mí ser valiente es luchar por lo que se quiere hasta derramar la última gota de sudor. Ser valiente es admitir que uno se ha equivocado. Ser valiente es asumir las consecuencias de nuestros actos. Ser valiente es pedir perdón a quien se ha herido u ofendido. Ser valiente es decir las verdades a quienes merecen que se las digan aunque con ello les vayas a hacer sufrir. Ser valiente es levantarse cuando lo único de lo que tienes ganas es de quedarte en la cama y no despertarte nunca más. 

No os equivoquéis. Los valientes no son aquellos que no tienen miedo. Los valientes son los que a pesar de tener miedo siguen adelante y hacen lo que tienen que hacer. Son aquellos que se enfrentan a la adversidad con la esperanza de ganarle la batalla. Son aquellos que abandonan la comodidad para embarcarse en lo desconocido. Tener miedo es humano pero ser valiente es una obligación. Una obligación para con los demás pero también para con uno mismo.

Por desgracia nuestra “humanidad” hace que constantemente nos pongamos excusas para no hacer aquello que debemos y olvidamos que en la vida no es todo coser y cantar. Las cosas que realmente merecen la pena son las que requieren esfuerzo y sacrificio por nuestra parte. Que abandonemos nuestro conformismo, cojamos el macuto y echemos a andar. La vida, en definitiva, está hecha para los valientes.

Paloma de Grandes V.

domingo, 11 de diciembre de 2011

Oriental


Confieso que desde muy pequeña me ha gustado mucho la peliculina. Y cada vez que podía acompañaba a mis padres a conciertos, cócteles, recepciones... Siempre me he sentido más a gusto con la gente mayor que con mis coetáneos. Me encantaba quedarme oyendo sus historias y contar sus anécdotas. Y como una niña bien sabía hacer mis gracietas. María Luisa y yo éramos las reinas de las fiestas de nuestros padres. Ella contaba un pareado muy salao y yo recitaba poesía. Luego su madre nos delitaba cantando sevillanas y nuestros progenitores se arrancaban a bailar. Nos peleábamos por ver quien era la primera en traerle el cenicero a mi padre que, por aquellos tiempos, se fumaba la friolera de tres paquetes diarios. De vez en cuando nos íbamos a la finca de Paco Lista a montar a caballo y a disfrutar de un buen asado. Recuerdo que un día me caí. Menudo susto. 

Nuestra casa estaba cubierta de bugambilla y en el jardín, al lado de la piscina, había un jaulón repleto de palomas de fantasía con vistosos penachos y colas. También había un columpio muy patriótico que nos trajeron los reyes a Tanis y a mí desde muy lejos. Yo no sé como acabarían los camellos porque era un mamotreto considerable. En el jardín de la entrada había unos arbolillos que eran nuestro escondite y donde se nos instaló una gata con su prole. Gata que un buen día desaparecío. Mi padre está convencido de que la chica la guisó y se la dió para comer diciendo que era conejo. Las clases de tennis en el club de Dona (creo que se llamaba así), las películas en casa de Lidia, los días de caza con Iñigo y su pointer, las historias del ratoncito Pérez que nos contaba Alonso, las tardes en casa de los Suárez, Cuca, Anahi, Fres y Manolo, como no, siempre grabándolo todo con su cámara... 

El caso es que de niño mi padre vivía con sus tías y de todas ellas aprendío algo. A cocinar, a cantar y a recitar poesía. Poemas que se ha encargado de enseñarme y entre los que se encuentra la Oriental de José de Zorilla. Con cinco añitos estaba preparada para conocer al rey además de saberme la Oriental de corridillo y mis padres creyeron que debía recitarla en la actuación de fin de curso del colegio. Imaginaos la escena. Un mico con acento uruguayo con coletitas y un vestido de nido de abeja en un escenario frente a un anfiteatro lleno hasta la bandera. Tengo que averiguar si hay algún video de aquello...   



Corriendo van por la vega
a las puertas de Granada
hasta cuarenta gomeles
y el capitán que los manda.

Al entrar en la ciudad,
parando su yegua blanca,
le dijo éste a una mujer
que entre sus brazos lloraba:

«Enjuga el llanto, cristiana
no me atormentes así,
que tengo yo, mi sultana,
un nuevo Edén para ti.

Tengo un palacio en Granada,
tengo jardines y flores,
tengo una fuente dorada
con más de cien surtidores,

y en la vega del Genil
tengo parda fortaleza,
que será reina entre mil
cuando encierre tu belleza.

Y sobre toda una orilla
extiendo mi señorío;
ni en Córdoba ni en Sevilla
hay un parque como el mio.

Allí la altiva palmera
y el encendido granado,
junto a la frondosa higuera,
cubren el valle y collado.

Allí el robusto nogal,
allí el nópalo amarillo,
allí el sombrío moral
crecen al pie del castillo.


Y olmos tengo en mi alameda
que hasta el cielo se levantan
y en redes de plata y seda
tengo pájaros que cantan.

Y tú mi sultana eres,
que desiertos mis salones
están, mi harén sin mujeres,
mis oídos sin canciones.

Yo te daré terciopelos
y perfumes orientales;
de Grecia te traeré velos
y de Cachemira chales.

Y te dará blancas plumas
para que adornes tu frente,
más blanca que las espumas
de nuestros mares de Oriente.

Y perlas para el cabello,
y baños para el calor,
y collares para el cuello;
para los labios... ¡amor!»

«¿Qué me valen tus riquezas
-respondióle la cristiana-,
si me quitas a mi padre,
mis amigos y mis damas?

Vuélveme, vuélveme, moro
a mi padre y a mi patria,
que mis torres de León
valen más que tu Granada.»

Escuchóla en paz el moro,
y manoseando su barba,
dijo como quien medita,
en la mejilla una lágrima:

«Si tus castillos mejores
que nuestros jardines son,
y son más bellas tus flores,
por ser tuyas, en León,

y tú diste tus amores
a alguno de tus guerreros,
hurí del Edén, no llores;
vete con tus caballeros.»

Y dándole su caballo
y la mitad de su guardia,
el capitán de los moros
volvió en silencio la espalda.

                                                                                    Oriental- José de Zorrilla