martes, 10 de noviembre de 2015

Cartas a mi hijo





Hijo mío,

Aunque hoy sólo existas en mi mente debo escribirte esta carta en el caso en el que algún día por fin nacieras. Una carta que, con suerte, podrás leer cuando ya seas un hombre y que pueda guiarte y acompañarte a donde quiera que vayas.

Dios quiera que tu vida sea larga y esté llena de gozo. Sin embargo, has de saber que la vida está repleta de sinsabores. No dejes que esto te aflija pues las desgracias no son ajenas a nadie y no entienden de clase o condición. No pienses por tanto que se trata de una afrenta personal y acéptalas por lo que son, pues en las penas encontramos muchas veces nuestra redención y nuestra fuerza.

Encontrarás a tu paso quienes te prometan amistad y lealtad y que no cumplan estos votos pero nunca has de devolverles su traición ni imitar su vileza. En cambio págales con tu perdón y sigue tu camino. No niegues nunca una segunda oportunidad pero rechaza siempre dar una tercera. No por orgullo ni por soberbia sino porque quién no supo honrar tu confianza por segunda vez seguramente no lo sepa hacer en lo sucesivo.

Huye de quienes te adulen sin razón, por tu riqueza o posición y desconfía de quienes solo te busquen cuando la fortuna te sonría. En cambio, sé prodigo con quienes en la debilidad y la flaqueza sostuvieron tu mano y enjugaron tus lágrimas cuando llorabas amargamente.

En las cosas importantes dí siempre la verdad aunque duela ya que hay ocasiones en las que es mejor herir de muerte que dejar que el otro se desangre en mentiras. En las que no lo son, que sean tus palabras siempre amables y si tus pensamientos no lo son, al menos sé lo suficientemente prudente como para saber cuando callar.

Trata a quien encuentres siempre con educación. Sé paciente y compasivo con los necios pues todos somos fruto de nuestro pasado y hay quienes hieren para no ser heridos de nuevo. No dejes que la falta de mesura ajena determine nunca tu proceder. Nunca tomes lo que no es tuyo, sea dinero, cosa o mujer, pues quién no respeta lo ajeno no puede esperar de los demás recato con lo que es suyo. Y recuerda que para alcanzar el bien propio no es necesario socavar el ajeno.

Ojalá encuentres a una mujer que te ame sobre todas las cosas incluso a pesar de ti mismo. Que en ella encuentres no sólo a una amante sino también a una amiga y confidente. Y cuando la encuentres, espero tengas el valor suficiente como para luchar por ella y entregarte a ella por completo, sin medias tintas, y que ella a cambio sepa perdonar tus ofensas siempre y cuando estas puedan disculparse y que encuentre entrañables tus defectos pues si has de parecerte a tu madre estos serán numerosos. Tan sólo espero que no heredes ni mi terquedad ni mi mal genio y que sí tuviera alguna virtud las tengas tú todas.

Tu madre que aún no lo es pero que te querrá siempre.

Paloma de Grandes V.

jueves, 5 de noviembre de 2015

If...

 
Si guardas en tu puesto la cabeza tranquila
cuando todo a tu lado es cabeza perdida.
Si tienes en ti mismo una fe que te niegan,
y no desprecias nunca las dudas que ellos tengan.
Si esperas en tu puesto, sin fatiga en la espera;
si, engañado, no engañas;
si no buscas más odio que el odio que te tengan...
Si eres bueno y no finges ser mejor de lo que eres;
si, al hablar no exageras lo que sabes y quieres.

Si sueñas y los sueños no te hacen su esclavo;
si piensas y rechazas lo que piensas en vano.
Si tropiezas al triunfo, si llega tu derrota
y a los dos impostores los tratas de igual forma.
Si logras que se sepa la verdad que has hablado,
a pesar del sofisma del Orbe encanallado.
 Si vuelves al comienzo de la obra perdida,
aunque esta obra sea la de toda tu vida.

Si arriesgas en un golpe y lleno de alegría
tus ganancias de siempre a la suerte de un día,
y pierdes, y te lanzas de nuevo a la pelea,
sin decir nada a nadie de lo que es y lo que era.
Si logras que tus nervios y el corazón te asistan
aun después de su fuga de tu cuerpo en fatiga
y se agarran contigo cuando no quede nada
porque tu los deseas y los quieres y mandas.

Si hablas con el pueblo y guardas tu virtud.
Si marchas junto a reyes con tu paso y tu luz.
Si nadie que te hiera llega a hacerte la herida.
Si todos te reclaman y ninguno te precisa.
Si llenas los minutos de cada nuevo día
con sesenta segundos de avanzar en tu vida...
Todo lo de esta Tierra será de tu dominio,
Y mucho más aún; serás hombre, hijo mío.

Ruyard Kipling


If

 
If you can keep your head when all about you   
    Are losing theirs and blaming it on you,   
If you can trust yourself when all men doubt you,
    But make allowance for their doubting too;   
If you can wait and not be tired by waiting,
    Or being lied about, don’t deal in lies,
Or being hated, don’t give way to hating,
    And yet don’t look too good, nor talk too wise:

If you can dream—and not make dreams your master;   
    If you can think—and not make thoughts your aim;   
If you can meet with Triumph and Disaster
    And treat those two impostors just the same;   
If you can bear to hear the truth you’ve spoken
    Twisted by knaves to make a trap for fools,
Or watch the things you gave your life to, broken,
    And stoop and build ’em up with worn-out tools:

If you can make one heap of all your winnings
    And risk it on one turn of pitch-and-toss,
And lose, and start again at your beginnings
    And never breathe a word about your loss;
If you can force your heart and nerve and sinew
    To serve your turn long after they are gone,   
And so hold on when there is nothing in you
    Except the Will which says to them: ‘Hold on!’

If you can talk with crowds and keep your virtue,   
    Or walk with Kings—nor lose the common touch,
If neither foes nor loving friends can hurt you,
    If all men count with you, but none too much;
If you can fill the unforgiving minute
    With sixty seconds’ worth of distance run,   
Yours is the Earth and everything that’s in it,   
    And—which is more—you’ll be a Man, my son!
 
Ruyard Kipling

lunes, 12 de octubre de 2015

La Confesión de Dámaso


Siempre fui un ser egoísta y desconsiderado. Nunca me importó en exceso el dolor ajeno hasta que la conocí a ella. Quizás si no la hubiera querido tanto no me hubiera importado hacerle daño. Pero la amaba de una forma pura, distinta de como había amado a otras mujeres. No la deseaba de una forma carnal y obscena como me ocurría con las demás. Sólo quería protegerla de las miserías del mundo y ello inevitablemente implicaba alejarla de mí. Yo me conocía demasiado bien y a pesar del amor que le tenía y de la ternura que me inspiraba sabía muy bien que dar un paso hacía adelante hubiera sido un error. Yo me hubiera cansado de las rutinas maritales y habría acabado buscando fuera de ella otras cosas. No porque ella no me las pudiera dar sino para satisfacer mis ansias de libertad. Inevitablemente ella me hubiera acabado odiando. Puede que ahora también lo haga. No lo sé. Aunque tendría derecho a hacerlo y no la culparía por ello. Al fin y al cabo, no hay decepción más mordaz que la de las ilusiones frustradas. Soy consciente del dolor que le provoqué al no satisfacer las expectativas que yo mismo cree y quizás si pudiera volver atrás habría obrado de otro modo, pero lo cierto es que en ese momento hice lo que creí mejor. Quizás si hubiera sido tan racional como ahora las cosas habrían sido diferentes. Quién sabe. Sin embargo llegó un momento en el que yo tampoco pude evitar ceder a la tentación. Pero ¿cómo evitar no caer prisionero de esos ojos infinitos de noche estrellada? ¿Cómo no prendarse de ese amor incondicional más propio de Dios que de los hombres que parecía no agotarse en ella? Había algo en ella que no era de este mundo ni de este tiempo. Era antigua en sus formas y principios. Como esas estatuas de mármol níveo que se encuentran en lo alto de las escalinatas de los palacios. Era como un haz de luz en la mediocre oscuridad del mundo. Tenía una forma de andar y de moverse cautivadora. Majestuosa como un cisne deslizándose entre los juncos de un lago. Y, a pesar de su elegancia, era también curiosa y entusiasta como una niña. Siempre tenía una palabra alegre revoloteando entre los labios y una canción entre los dientes. En verdad era una criatura hermosa. Como un lirio en el claro de un bosque. Arrancarla de la tierra habría equivalido a matarla. Tarde o temprano yo la habría matado. Por eso preferí contemplarla en la distancia como se contempla un adorno de cristal en lo alto de una repisa, con miedo de tocarlo y romperlo. Nadie me dijo entonces que hay miradas que son capaces de romper muchas cosas ni que hubiera silencios que hiriesen más que muchas palabras. 

Paloma de Grandes V.

miércoles, 7 de octubre de 2015

Somos todos Don Quijotes




Somos todos Don Quijotes a quienes las circunstancias se empeñan en sumir en la locura. Así nos colocamos el casco y el peto creyendo ser caballeros y echamos a andar por el mundo sin rumbo alguno, tropezando con gentes de toda clase y condición sin entender muy bien el por qué de estos encuentros.

Todo en esta vida pasa por una razón. Aunque en el momento no sepamos comprender el por qué. Las cosas no ocurren por mera casualidad. Cuando alguien se cruza en nuestro camino es por algo. Para que nos amen o nos hieran. Dos almas no se encuentran si no hay un motivo. Tiene que ser todo parte de un gran plan.

Hay quienes lo llaman Dios, destino, karma... El nombre, a fin de cuentas, es lo que menos importa. Pero hay algo ahí. Como una fuerza insondable que nos empuja hacia los demás. Hay algo que nos conduce los unos a los otros de forma inconsciente e inexorable, que hace que nos encontremos en el lugar preciso y en el momento exacto. Como una especie de imán invisible. Como si una cuerda nos atara los unos a los otros. Como un ovillo que sin saberlo vamos siguiendo a tientas y que nos lleva a los demás.

Y un día, como por arte de magia, el puzzle se completa. Las piezas que antes no pegaban van encajando. Las que estaban pérdidas aparecen. Entonces comenzamos a tener una imagen más clara del por qué de las cosas, de por qué pasó lo que pasó y de la forma en que pasó. Por qué una mula antaño nos pareció un rocín cuando le faltaba casta y altura. Por qué hubo veces que el dolor fue tan punzante, la dicha tan breve y la voluntad tan voluble. Por qué luchamos contra molinos creyendo que eran gigantes. Por qué quien prometió alguna vez quedarse por siempre se fue para no volver nunca. Por qué quien sólo estaba de paso se instaló, por suerte, sin intención alguna de marcharse convirtiéndose sin comerlo ni beberlo en nuestro fiel Sancho. Por qué algunos te quieros caducaron y algunos silencios gritaban a voces. Por qué yo soy yo y no otro. Moldeado como la arcilla entre mil manos y tiempos diversos.

Entonces... una paz absoluta. La paz de entender por fin la razón de ser de las cosas y un suspiro de agradecimiento por lo vivido y sufrido, que tienden muchas veces a ser una sola cosa.

La vida no es justa o injusta. Simplemente es. Procuremos por ello no quejarnos cuando nos aceche el desánimo o la tristeza. En su lugar, miremos al futuro confiados y pensemos: "Algún día lo comprenderé todo y cuando llegue ese día seré completamente dichoso." Sea pues lo que haya de ser y bienvenido sea siempre pues todo, por suerte y no por desgracia, está ya escrito. Ojalá nuestras vidas sean las novelas que inspiren quizás a algún loco a vender su hacienda y buscar a su Dulcinea al final de todos los caminos.

Paloma de Grandes V. 

miércoles, 30 de septiembre de 2015

Las equis del mapa


Creo que uno de mis peores defectos, a parte de fumar, es que soy muy impaciente. Lo quiero todo aquí y ahora. Quizás por eso en lugar de pintar al óleo pinto con acrílicos. Se secan rápido y no tengo que esperar días para ver como ha quedado el cuadro. 

No obstante, me he dado cuenta de que no soy la única que vive con prisas. Es mucha gente la que vive con los ojos puestos en el futuro sin darse cuenta de lo que tiene ante sus narices. Quieren lograr esto y lo otro, tener una casa, un trabajo, el coche, casarse, hijos, todo el pack. Y, no me entendáis mal. Tener objetivos en la vida está muy bien. Son la brújula que nos dirige y da sentido a nuestro viaje. Sin embargo, es importante no ofuscarse en el destino y disfrutar un poco del trayecto. 

Muchos pasamos de segunda a quinta, sin más preámbulos, y luego pinchamos. Llegamos al destino, si es que no nos la pegamos antes por ir con tantas prisas, y cuando llegas y te preguntan " ¿Viste el acantilado tan bonito que había en el kilómetro 30?" "¿Qué acantilado? Yo estaba con los ojos en la carretera" "¿Cómo? No me digas que te lo perdiste..." Pues sí, te lo perdiste y puede que no vuelvas a pasar por allí. Seguramente tengas que limitarte a escuchar descripciones del maravilloso acantilado en lugar de verlo con tus propios ojos. 

Una vez más el árbol no te dejó ver el bosque. Llegaste a dónde querías llegar pero no disfrutaste del viaje. No te detuviste ni un segundo a contemplar las cañadas, ni a escuchar el murmullo de los ríos, ni a apreciar la grandeza de las montañas, ni los colores de los prados, ni el oro de los trigales que te rodeaban. Pasaste por ahí, sin pena ni gloria, y punto. Y si te preguntan por lo que viste sólo podrás hablar de las señales de la carretera y no de todo lo demás, que era gran parte del encanto del trayecto. 

Que porque te detengas un momento a oler las flores o a observar el paisaje desde un mirador no vas a dejar de llegar a tu destino. Tu destino está ahí. No se va a mover. Puede que tardes un poco más de lo que tenías previsto pero al menos podrás contar algo más que si había poco o mucho tráfico. 

Lo importante no son tanto las equis que hayas marcado en tu mapa vital sino más bien las líneas que conectan los puntos y puesto que nos pasamos tanto tiempo en la carretera más vale disfrutar un poco de las vistas ¿no? Parar a estirar las piernas, a recuperar fuerzas y a respirar un poco de aire fresco. Y si hay algún merendero cerca pues echar un par de horas allí y saborear el sándwich y, de paso, el momento, apartando de nuestra mente el "tengo que llegar". O peor, que estés tan distraído y tan agobiado con llegar que vas y te saltas la salida y tengas que dar una vuelta enorme para volver a donde estabas al principio, cuando quizás de haber estado más relajado habrías podido apreciar lo bonito del camino y encima llegar a donde querías. 

¡Baja la velocidad! Pon un poco de música, relájate y disfruta. Las ciudades no se mueven y las cosas que son para ti no se van a ir a ningún sitio ni te van a pasar de largo. Déjate sorprender. No tomes atajos. A veces los caminos más largos son los mejores precisamente porque son los que nos preparan para nuestro destino, que no tiene porque ser el que tú marcaste en el mapa.

Deja que sean tus andares los que marquen tu destino y no tu destino el que determine tu forma de andar. Quién sabe. Quizás tus pasos te lleven a lugares más hermosos de lo que jamás pudiste imaginar. Sitios que no venían en las guías. Yo por lo pronto me voy a comprar unos óleos. Puede que tarde más en pintar el cuadro pero seguro que me sale algo más bonito. 

lunes, 20 de abril de 2015

Hagan sus apuestas señores


La vida es como una partida de naipes. Al principio de la partida se te dan unas cartas. Luego lo que hagas con ellas es cosa tuya. Robas nuevas cartas del mazo, te descartas de otras... Pero a veces ocurre que las cartas de las que te deshiciste vuelven a tus manos. ¿Coincidencia? No lo creo. Sí esa carta ha vuelto a tus manos probablemente sea porque o no le diste buen uso la primera vez o porque no pudo cumplir su función, sea la que sea. Bien para que aprendas la lección de una vez por todas si no te quedó clara o simplemente porque nunca debiste deshacerte de ella en primer lugar.

No existe el momento perfecto. El momento aparece y te toca la mano que te toca. El problema es que muchas veces ni siquiera llegamos a echar la partida. Vemos las cartas y por muy buenas que sean pensamos que la persona que tenemos delante las tiene mejores y nos levantamos de la mesa sin apostar, o apostamos siendo demasiado moderados, mientras que si nos hubiéramos arriesgado quizás habríamos salido de pobres.

Es increíble cuantísimas cosas perdemos por miedo a perder, cuando lo cierto es que tenemos mucho más que ganar. Esto ocurre sobretodo cuando en el pasado uno ha sido demasiado pródigo, apostando quizás por manos que no valían un duro. Hiciste un "all in" pero como la mano era mala te desplumaron. Cuando has tenido poco criterio y la cosa te ha salido rana luego, cuando te llega una buena mano y tienes a la suerte de tu parte, piensas que las cartas o no son tan buenas o son demasiado buenas para ser ciertas y te vas.

No obstante hay manos que merecen la pena, aunque al final de la jugada te quedes sin blanca. Hay experiencias que merecen ser vividas y gente que merece ser descubierta y sobretodo que merece que se les de la oportunidad o, por lo menos, el beneficio de la duda. Porque no todas las cartas son iguales. No es lo mismo que te toque un cinco cuando el resto de las cartas son cada una de su padre y de su madre a que caiga en tus manos la sota que necesitabas para completar tu escalera. Cada carta tiene su valor en un momento dado. La que en la mano anterior no te servía para nada puede ser en la siguiente justo la que tú necesites para completar tu juego y llevarte el gato al agua.

Lo bueno que tiene la vida es que a veces sí se puede volver atrás y volver a probar suerte. Quizás la silla siga vacía y las cartas estén aún en la mesa cuando te des cuenta de que en realidad eran una maravilla. Sí es así, siéntate y juega y que sea lo que Dios quiera. Puede que pierdas otra vez pero si ganas te podrás comprar unos bonitos zapatos nuevos y recorrer nuevos y sorprendentes caminos que de otro modo no habrías descubierto.

No hay un momento perfecto para ser feliz. El momento se presenta y o lo agarras o se escapa, y puede que para no volver. Por eso apuesta, aunque sólo te quede una ficha, porque quien no arriesga no gana y, quien sabe, puede que esa ficha te haga ganar una fortuna.

Se reparten las cartas: "Una, dos, tres, cuatro... Chico, ¡despierta! Sales tú. ¿Apuestas o te rajas?"

Paloma de Grandes V.

lunes, 30 de marzo de 2015

Limpieza de armarios/ Wardrobe cleaning


Llega la primavera, o para los que estéis como yo en el Cono sur, el otoño. Cambiamos de estación y, como todos los años, ya tengo a mi madre pisándome los talones para que haga limpieza de armario. Toca hacerle el regalo trimestral a las monjas. Y surgen los mismos dilemas de siempre: con qué me quedo y qué doy.

A veces la decisión resulta sencilla. Personalmente, no me supone ningún sacrificio regalar esa camisa que te tira de todas partes y que saca lo peor de ti, o ese pantalón que deja al descubierto esos kilillos de más que ganaste en las últimas vacaciones y que parece han venido para quedarse. También están esas modas horribles a las que sucumbiste por querer estar a la última como la camiseta obliguera, que por mucho que ahora se llame cropped top, sigue sin ser nada favorecedora. A menos claro, que tengas el vientre de un ángel de Victoria’s Secret. Desde luego, no es mi caso. ¿Y qué me decís de esos pantalones de campana con el talle súper bajo? Que en cuanto te agachabas dejaba al descubierto todos tus encantos del mismo modo que los chicos iban arrastrando pantalones tres tallas más grandes de lo normal y enseñando los calzoncillos que, por lo general, también eran de dudoso gusto.  Lo mismo ocurre con aquellos collares de bolas o las gargantillas de hilo de pescar, que a una determinada edad ya no hay quien se los ponga sin parecer Alanis Morisette en sus tiempos mozos. Como dice mi padre: “Hay gustos que merecen palos”. Fue bonito mientras duró (y estéticamente esto es bastante discutible) pero esas prendas tienen que irse por donde vinieron. 

Sin embargo, hay ocasiones en que la decisión resulta algo más difícil. Todos tenemos una de esas camisetas especiales. Cuando te la compraste te la ponías a todas horas. Te chiflaba. La llevabas de fiesta, para ir de compras o, simplemente, para ir a dar un paseo. Y si no estaba en el armario cuando ibas a buscarla, la sacabas del tenderete y te la ponías igualmente. Aunque estuviera húmeda o arrugada. Pero con el paso del tiempo, y casi sin que te des cuenta, esa camiseta ya no te gusta tanto como antes. Ya no tienes ganas de ponértela y poco a poco va quedando sepultada bajo otras camisetas que son más nuevas y que pegan más con tu estilo actual. Eso no quiere decir que no le tengas cariño. Habéis vivido muchas cosas juntos. Son muchos los recuerdos que compartís. Pero sabes que, muy a tu pesar, ya ha cumplido su función y que ya no da más de sí. Sí, de vez en cuando te la pones para estar por casa, para recordar los viejos tiempos, pero ya no te sientes cómodo con ella. No te convence. Has crecido. Tus gustos han cambiado. Tú has cambiado.

Es aquí donde se plantea el dilema. Tienes dos opciones: guardarla en el armario por si algún día te vuelve a gustar, o dársela a otro para que pueda disfrutar de ella tanto como tú lo hiciste en su día. Puede que esto resulte doloroso, pero a medida que uno crece aprende qué es lo que le sienta bien de verdad y que es lo que le favorece. Porque al final, nuestro armario refleja nuestro carácter y este va cambiando y forjándose con el tiempo. Por ello, por mucho que nos duela, a veces tenemos que despojarnos de algunas cosas. A menos que queramos que se rasguen y acaben como trapos en nuestra cocina. 

Nada dura para siempre. Las cosas a veces se dan sí y se desgastan. No es culpa de nadie. Es parte de crecer. Pero muy triste que sea, cuando esto ocurre lo mejor es desprenderse de ellas. Ello no implica que las tiremos a la basura ni que olvidemos que existieron alguna vez. Al contrario. Dándoselas a otros sin despreciarlas demostramos el respeto y el cariño que les tenemos o que le tuvimos alguna vez, agradeciéndoles lo que nos dieron y lo que nos hicieron sentir.  Se lo debemos. Aunque sea porque en algún momento fueron parte de nosotros, y porque gracias a que fuimos lo que fuimos, hoy somos lo que somos. 

Wardrobe cleaning

Spring is here, or for those who are at the Southern Cone like me, autumn. We are changing seasons and, like every year, my mom is already chasing me around so that I clean my wardrobe. It’s time to make the quarterly present to the nuns. And always the same dilemmas arise: what do I keep and what do I give away.

Sometimes the decision is quite simple. Personally, I don’t mind giving away that shirt which is too tight and that shows the worst side of you, or those trousers which expose those extra kilos you’ve gained over the past holidays which seem to have come to stay. There are also those horrible trends to which you gave in for wanting to be trendy like the belly top that, although now it’s called cropped top, is still not at all flattering. Unless of course, you have the tummy of a Victoria’s Secret Angel. For sure, it’s not my case. And what do you say about those low cut bell-bottomed trousers? Those which revealed all your charms as soon as you would bend a little in the same way that guys dragged around trousers which were three sizes bigger than the usual and showed their boxers which, generally, were also of a very questionable taste. The same thing happens with those plastic ball necklaces or the fishing thread chokers that at a certain age you cannot wear without looking like Alanis Morisette. Like my father says “Some trends should be banned”. It was nice while it lasted (and aesthetically that is very questionable) but those clothes need to go.

However, there are times when the decision is somewhat more difficult. We all have one of those special T-shirt. When you bought it you would wear it all the time. You loved it. You wore it to parties, to go shopping or, simply, to go have a walk. And in case it wasn’t in your closet when you were looking for it, you would take it off the line and wear it nonetheless. Even if it was damp or wrinkled. But as time went by, and without you even noticing it, you just don’t like the t-shirt as much as you used to. You don’t feel like wearing it anymore and little by little it gets buried under other t-shirts which are newer and which match more with your current style. That doesn’t mean you are not fond of it. You have lived a lot of things together. You share a lot of memories. But you know, much to your regret, that it has already fulfilled its function and that it cannot be worn any longer. Yes, from time to time you wear it to be at home, to remember the good old times, but you don’t feel comfortable with it anymore. It doesn’t convince you anymore. You have grown. Your taste has changed. You have changed.

Here is where the dilemma appears. You have two options: to put it away in your closet in case one day you start liking it again or to give it to someone else so they can enjoy it as much as you did at the time. This might be painful, but as you grow up you learn what suits you best and what flatters you most. Because, in the end, our wardrobe reflects our character and this one changes and forges over time. For that reason, even if it hurts, sometimes we have to relinquish from certain things. Unless you want them to get torn apart and that they turn into rags in our kitchen.

Nothing lasts forever. Sometimes things just wear away or wear down. It’s nobody’s fault. It’s part of growing up. But as sad as it may be, when this does happen, the best thing to do is to let them go. This doesn’t mean we should through them away and forget they ever existed. On the contrary, by giving them to others without disregarding them we demonstrate the respect and love we once had or have for them at some point, thanking them all that they gave us and what they made us feel. We owe it to them. Even if it’s only for the reason that they once were part of us, and because thanks to the fact that we were what we were, today we are what we are.


Paloma de Grandes V.