miércoles, 25 de mayo de 2016

Epitafio

 
Ya va siendo hora de que empecemos a hacernos responsables de nuestros actos. De que dejemos de echarle la culpa a los demás o a las circunstancias por no tomar las riendas de nuestra propia vida. Es tiempo de arriesgarnos a ser, si ello fuera preciso, el malo de la película pero por acción y no por mera omisión, ese comodísimo laisser faire, laisser passer en el que se escudan los cobardes confiando en que así podrán sortear una conversación necesaria, bien sea con el prójimo o con uno mismo. 

Esta última es una conversación que debemos tener, no una sino muchas. veces frente al espejo. Preguntarnos ¿Quién soy yo? ¿En quién me he convertido? Pero, probablemente, la pregunta más importante que debamos hacernos sea: ¿Estoy satisfecho con aquello en lo que me he convertido? En suma, hacernos todas esas preguntas que, como escribió Sándor Marai en El último encuentro, la vida nos plantea una y otra vez y a las que, reiteradamente, nos negamos a contestar. Quizás nuestra renuencia se deba a que puede ser doloroso enfrentarnos a la verdad. Una verdad que, por otra parte, no es definitiva sino que cambia con el paso de los años y que nosotros podemos modificar a nuestro antojo.

Claro que para poder cambiar algo que no nos gusta, eso que nos hace andar por la vida como si lleváramos un traje tan ajustado que apenas nos deja respirar o movernos, debemos detenernos y averiguar qué es lo que no marcha. Hacer examen de conciencia y preguntarnos si en verdad estamos viviendo conforme a nuestros principios o si, por el contrario estamos intentando encajar con calzador en un hueco que otros nos han asignado, agrediéndonos para vivir según una escala de valores que no es la nuestra o, simple y tristemente, si hemos renunciado a todo valor.

El problema consiste en que como dijo Abraham Maslow “el miedo a saber es, en el fondo, miedo a hacer, porque todo conocimiento entraña una responsabilidad". Si no nos atrevemos a hacernos estas preguntas es porque la respuesta nos empuja inexorablemente a la acción, y toda acción conlleva irremediablemente una responsabilidad, que no estamos dispuestos a asumir. Al identificar que hay un problema no podemos o por lo menos, no debemos permanecer indiferentes a él, del mismo modo que al descubrir una mancha en el mantel cuando se esperan visitas uno se apresura a cambiarlo. Pero, como ocurre en derecho, uno no es solamente responsable de sus actos, sino también de aquello que se niega a hacer, como pasa con la omisión de socorro. De hecho, si lo pensamos bien, a través de la omisión nos estamos negando el socorro que en un determinado momento pueda salvarnos de nosotros mismos.

Como dijo el escritor húngaro, aunque no hagamos este examen de conciencia, nuestra vida, ese conjunto de actos e inacciones, de decisiones y vacilaciones, contestan por nosotros cuando llega el final de los finales. Aquí es donde se nos plantea un gran interrogante: ¿Qué queremos que se diga de nosotros cuando dejemos este mundo que, según el pie con el que nos levantemos, se nos antoja desolador o prometedor? ¿Queremos acaso que nuestro epitafio sea como el de González Ruano? “Vino, venció. Fue vencido en lo que quiso vencer. Escribió y en el tintero dejó todo lo que quiso hacer por hacer lo que quisieron. Y se fue.” La historia de un pobre hombre, sin duda, que no fue más que un títere en manos ajenas.

Nuestra vida, una vez que llega a término, es nuestro legado al mundo. Nuestro epitafio, el recuerdo que dejamos a quienes nos sobreviven, permitiéndonos vencer a la muerte por medio de bocas conocidas ante oídos extraños. Pero, para que esto sea así, debemos esforzarnos para que se nos recuerde. Esto no equivale a tener éxito, al menos no en el sentido moderno que se da a la palabra, esto es, una cuenta abultada, una casa en propiedad, un trabajo que nos dé fama y prestigio. Todo lo anterior no son sino medios para alcanzar un fin mayor, puesto que el éxito real poco tiene que ver con lo estrictamente material. 

El éxito verdadero consiste en lograr ser feliz y, a la larga, la única forma de serlo es estando orgullosos de lo que somos. Saber que uno obró siempre conforme a su conciencia, en lugar de influido por aquello que se esperaba de nosotros o empujado por bajas pulsiones como el egoísmo, la frivolidad o la simple pereza. Estar convencido de que nunca se hirió a nadie a sabiendas y, que si lo hizo, fue únicamente por no faltar a una verdad que, a pesar de ser dolorosa, era también necesaria. Haber procurado siempre dar lo mejor de uno mismo y haber sido leal con quiénes son depositarios de nuestros afectos o de quienes los pretenden aunque no sean correspondidos. Enfrentarse a los propios fantasmas aunque se expusiera uno a la derrota para poder decir con la cabeza bien alta que, al menos, tuvo el valor de intentarlo.

En estos tiempos en los que todo es apariencia y en los que la hierba siempre parece más verde en el Instagram del vecino (y rara vez lo es en realidad), ser auténtico es algo casi insólito. Algo a lo que quizás todos debiéramos tender por nuestro propio bien y no únicamente con el fin de ganarnos la admiración ajena. Para que en nuestro epitafio se pueda leer: “Aquí yace un valiente, que nunca hizo nada en lo que no creyese y que nunca dijo nada que realmente no sintiera. Nunca rehuyó el peligro, sino que se nefrentó a él. Y, aunque no saliera siempre victorioso, en verdad sí lo hizo, pues ningún fracaso llegó nunca a postrarle sino que encontró siempre fuerzas para levantarse y seguir.”