sábado, 10 de septiembre de 2016

Tarta de Abuela


Un día una amiga mía se quejaba de su mala suerte, al haberse enamorado de un hombre que había preferido irse con un barbie sin cerebro a salir con ella. Esta amiga mía no es fea ni mucho menos, sino todo lo contrario. Una persona encantadora, inteligente, con los pies en la tierra y está cañón. Y esto no es amor de amiga, es un dato objetivo. Muchas amigas mías se han visto, sin comerlo ni beberlo, en una situación parecida, lo que ha hecho que durante los últimos años haya tenido esta conversación una, dos y mil veces. Por desgracia, no se trata de un caso excepcional sino que se está convirtiendo en norma. Y puesto que la conversación se repite ad nauseam, siempre digo algo parecido a lo que le dije a esta amiga: "Querida, tú eres como la tarta de abuela. Se necesita tiempo para hacerla, tiempo para saborearla y tiempo para apreciarla. Ahora la gente no tiene tiempo. Hoy en día la gente prefiere comerse una barrita de Snickers antes que hacer una tarta." 

Aquello que hacían nuestras abuelas, de pasarse horas frente al fuego, ahora nos parece inconcebible. Una pérdida de tiempo absurda e innecesaria como ir andando a los sitios. ¿Quien necesita andar cuando puede coger el metro o el coche? ¡Un sinsentido en nuestro mundo moderno! Al contrario que nosotros, esa generación, por la fuerza de los tiempos que les tocó vivir, entendió algo importante y que buena falta nos haría comprender a nosotros. Entendió el valor que tiene el tiempo, y entendió también que a veces el camino más largo es en realidad el más corto, al igual que Petrarca en su Ascenso al Monte Ventoso o Napoleón cuando dijo aquello de "vísteme despacio que llevo prisa". Entendió, como San Agustín, que las cosas hay que hacerlas bien, aunque se tarde más tiempo. Sino, mejor no hacerlas. Pero algo falló en la línea intergeneracional. Se cortó. El caso es que el mensaje no nos llegó.
  
Lo queremos todo bien machacadito, sin esfuerzo, acostumbrados a que sea papá Estado quien nos resuelva la vida y a que las máquinas sean quienes hagan todo el trabajo por nosotros y en un periquete. Quizás este sea el motivo por el que la gente ya no come platos de cuchara ni nada que requiera más de 15 minutos de preparación. A menos, claro, que sea Litoral o nos lo preparen en algún restaurante. El esfuerzo, en cualquier caso, que lo hagan los demás.  Y, como todo se pega menos la hermosura, nos estamos empezando a parecer cada vez más a cuanto nos rodea. Hasta tal punto es así que si estuviéramos en la Granja de George Orwell, al mirar por la ventana a los hombres y a los cerdos, a nosotros y a las máquinas, Benjamin y Clover no alcanzarían a distinguir diferencia alguna.

Usamos a los demás como si fueran electrodomésticos. Si nos queremos hacer un batido y, por lo que sea, no funciona el aparato, lo devolvemos o lo tiramos y nos compramos uno nuevo. No estamos para perder el tiempo. ¡Siguiente! Ya no somos personas con gustos, sino niños malcriados con antojos, que quieren las cosas a la de ya sin que medie un por favor si quiera y si no... bye bye. Y en este caso la ausencia de forma no refleja otra cosa que una progresiva pérdida del fondo. Gente cada vez más impermeable, más banal, más fría, más frívola, menos humana. Indiferentes a otros sentimientos que no sean los propios, que en cualquier caso parecen estar por encima de los de los demás. Los demás se convierten en moneda de cambio. Ya nada ni nadie tiene valor. Todo es de usar y tirar.

Ya no disfrutamos de una copa y de la conversación que la acompaña. Ahora salir se asemeja más a un concurso de quién se pilla el punto antes y de la conversación -fuera buena o mala- no sabemos qué fue porque, como es lógico después de ver nuestra tasa de alcohol en sangre, no la recordamos. No disfrutamos, nos entretenemos. No degustamos, deglutimos como Cronos a sus hijos. El riesgo de eso es precisamente que, como al padre de todos los dioses, un día nos dé un buen corte de digestión. 

Al igual que con el estómago, tenemos que tener cuidado con lo que nos llevamos al alma porque, a fuerza de comida rápida, de relaciones rápidas, de interacciones vacuas, uno acaba por confundir lo que es real de lo que no lo es. Confundiendo el surimi con la langosta, la lujuria con el amor, el interés con la amistad. Y así, cuando nos ponen delante una lata de caviar, pensamos que es mujol del Lidl y decimos "¿Voy a pagar yo este dineral por algo que me puedo comprar por dos duros en el súper de al lado de mi casa? ¡Ni hablar!". Te levantas de la mesa ofendido, miras con desprecio al camarero y das un portazo. Ay amigo, pueden parecer sólo bolitas negras, pero como se dice en mi casa "Es lo mismo pero no es igual". El camarero, por su parte, podrá decirnos con toda la razón del mundo "Oiga, usted, ¡la calidad tiene un precio! Si lo que quiere es llenar la andorga ¡váyase al Mac Donald's a por un Big Mac!" 

Si París bien valió una misa, hay cenas por las que merece la pena rascarse el bolsillo y gente que se merece que nos rasquemos un poco el alma. El problema es que hay mucho rata emocional suelto, que antes de decir sí dice siempre y por sistema que no. Quien guarda su dinero y su tiempo no se sabe muy bien para qué ni para quién salvo para poder decir que es libre cuando la triste realidad es que es prisionero de su propia racaneria y del miedo. 

Darse a los demás es aterrador. Sí. Hacer ver a alguien que tu vida no es tan perfecta como en tu Instagram y que no siempre estás sonriendo como en tus fotos de Facebook es difícil. Tampoco es fácil dejar a alguien ver que a veces tienes días buenos y otros que no lo son tanto. Que a veces estás de mal humor, que tienes mal genio y que tienes defectos como todo hijo de vecino. Permitir que alguien entre en tu vida, te vea flaquear y sentirte vulnerable no es plato de buen gusto para nadie. Ahora bien, si tenemos que vivir siempre con una máscara, pretendiendo ser lo que no somos y huyendo de los demás en cuanto empiezan a intuir lo que somos en realidad ¿qué sentido tiene todo esto? ¿Por qué no, simplemente, tiramos el Snickers a la basura, nos remangamos y le echamos un par de huevos y a ver qué sale?

Paloma de Grandes V.

Foto Pinterest