lunes, 12 de octubre de 2015

La Confesión de Dámaso


Siempre fui un ser egoísta y desconsiderado. Nunca me importó en exceso el dolor ajeno hasta que la conocí a ella. Quizás si no la hubiera querido tanto no me hubiera importado hacerle daño. Pero la amaba de una forma pura, distinta de como había amado a otras mujeres. No la deseaba de una forma carnal y obscena como me ocurría con las demás. Sólo quería protegerla de las miserías del mundo y ello inevitablemente implicaba alejarla de mí. Yo me conocía demasiado bien y a pesar del amor que le tenía y de la ternura que me inspiraba sabía muy bien que dar un paso hacía adelante hubiera sido un error. Yo me hubiera cansado de las rutinas maritales y habría acabado buscando fuera de ella otras cosas. No porque ella no me las pudiera dar sino para satisfacer mis ansias de libertad. Inevitablemente ella me hubiera acabado odiando. Puede que ahora también lo haga. No lo sé. Aunque tendría derecho a hacerlo y no la culparía por ello. Al fin y al cabo, no hay decepción más mordaz que la de las ilusiones frustradas. Soy consciente del dolor que le provoqué al no satisfacer las expectativas que yo mismo cree y quizás si pudiera volver atrás habría obrado de otro modo, pero lo cierto es que en ese momento hice lo que creí mejor. Quizás si hubiera sido tan racional como ahora las cosas habrían sido diferentes. Quién sabe. Sin embargo llegó un momento en el que yo tampoco pude evitar ceder a la tentación. Pero ¿cómo evitar no caer prisionero de esos ojos infinitos de noche estrellada? ¿Cómo no prendarse de ese amor incondicional más propio de Dios que de los hombres que parecía no agotarse en ella? Había algo en ella que no era de este mundo ni de este tiempo. Era antigua en sus formas y principios. Como esas estatuas de mármol níveo que se encuentran en lo alto de las escalinatas de los palacios. Era como un haz de luz en la mediocre oscuridad del mundo. Tenía una forma de andar y de moverse cautivadora. Majestuosa como un cisne deslizándose entre los juncos de un lago. Y, a pesar de su elegancia, era también curiosa y entusiasta como una niña. Siempre tenía una palabra alegre revoloteando entre los labios y una canción entre los dientes. En verdad era una criatura hermosa. Como un lirio en el claro de un bosque. Arrancarla de la tierra habría equivalido a matarla. Tarde o temprano yo la habría matado. Por eso preferí contemplarla en la distancia como se contempla un adorno de cristal en lo alto de una repisa, con miedo de tocarlo y romperlo. Nadie me dijo entonces que hay miradas que son capaces de romper muchas cosas ni que hubiera silencios que hiriesen más que muchas palabras. 

Paloma de Grandes V.

miércoles, 7 de octubre de 2015

Somos todos Don Quijotes




Somos todos Don Quijotes a quienes las circunstancias se empeñan en sumir en la locura. Así nos colocamos el casco y el peto creyendo ser caballeros y echamos a andar por el mundo sin rumbo alguno, tropezando con gentes de toda clase y condición sin entender muy bien el por qué de estos encuentros.

Todo en esta vida pasa por una razón. Aunque en el momento no sepamos comprender el por qué. Las cosas no ocurren por mera casualidad. Cuando alguien se cruza en nuestro camino es por algo. Para que nos amen o nos hieran. Dos almas no se encuentran si no hay un motivo. Tiene que ser todo parte de un gran plan.

Hay quienes lo llaman Dios, destino, karma... El nombre, a fin de cuentas, es lo que menos importa. Pero hay algo ahí. Como una fuerza insondable que nos empuja hacia los demás. Hay algo que nos conduce los unos a los otros de forma inconsciente e inexorable, que hace que nos encontremos en el lugar preciso y en el momento exacto. Como una especie de imán invisible. Como si una cuerda nos atara los unos a los otros. Como un ovillo que sin saberlo vamos siguiendo a tientas y que nos lleva a los demás.

Y un día, como por arte de magia, el puzzle se completa. Las piezas que antes no pegaban van encajando. Las que estaban pérdidas aparecen. Entonces comenzamos a tener una imagen más clara del por qué de las cosas, de por qué pasó lo que pasó y de la forma en que pasó. Por qué una mula antaño nos pareció un rocín cuando le faltaba casta y altura. Por qué hubo veces que el dolor fue tan punzante, la dicha tan breve y la voluntad tan voluble. Por qué luchamos contra molinos creyendo que eran gigantes. Por qué quien prometió alguna vez quedarse por siempre se fue para no volver nunca. Por qué quien sólo estaba de paso se instaló, por suerte, sin intención alguna de marcharse convirtiéndose sin comerlo ni beberlo en nuestro fiel Sancho. Por qué algunos te quieros caducaron y algunos silencios gritaban a voces. Por qué yo soy yo y no otro. Moldeado como la arcilla entre mil manos y tiempos diversos.

Entonces... una paz absoluta. La paz de entender por fin la razón de ser de las cosas y un suspiro de agradecimiento por lo vivido y sufrido, que tienden muchas veces a ser una sola cosa.

La vida no es justa o injusta. Simplemente es. Procuremos por ello no quejarnos cuando nos aceche el desánimo o la tristeza. En su lugar, miremos al futuro confiados y pensemos: "Algún día lo comprenderé todo y cuando llegue ese día seré completamente dichoso." Sea pues lo que haya de ser y bienvenido sea siempre pues todo, por suerte y no por desgracia, está ya escrito. Ojalá nuestras vidas sean las novelas que inspiren quizás a algún loco a vender su hacienda y buscar a su Dulcinea al final de todos los caminos.

Paloma de Grandes V.